Música Sped Up

¿Es esta tendencia una auténtica revolución? ¿O, simplemente, iteraciones comercializables de sonidos ya existentes?

Una curiosa tendencia se está extendiendo durante estos últimos dos años por plataformas como Spotify, YouTube y TikTok: el auge de las versiones aceleradas de canciones populares. Lo que en un principio podría parecer una moda pasajera en TikTok ha trascendido el ámbito de los contenidos virales, infiltrándose en las listas de reproducción de los servicios de streaming y modificando la forma en que los oyentes se relacionan con la música.

La génesis de este fenómeno se remonta a TikTok, donde los usuarios no se limitan a bailar al ritmo de la música, sino que participan activamente en la creación y el consumo de versiones aceleradas de temas conocidos. Por ejemplo, la remezcla de TikTok de ‘Escapism’ de Raye, que acelera el tempo un 150%, transformando la voz original en un frenesí inducido por el helio. Lo que podría parecer una tendencia estrafalaria a primera vista es, de hecho, indicativo de un cambio más amplio en la forma en que percibimos e interactuamos con la música.

Spotify, el gigante de la música en streaming, no ha sido inmune a esta tendencia. La lista de reproducción comisariada (o, como todos decimos, curated) de la plataforma, acertadamente titulada “Sped Up Songs” (canciones aceleradas), cuenta con un millón de personas que se han suscrito a la lista. Este viaje auditivo de cuatro horas manipula temas populares como ‘Bad Habits’, de Steve Lacey, y ‘Lights’, de Ellie Goulding. Pero la pregunta que persiste es: ¿quién está exactamente detrás de la creación de estas remezclas y qué motivaciones impulsan su proliferación?

Para comprender las raíces de esta tendencia, hay que ahondar en los anales de la historia de la música. El concepto de acelerar las canciones, cuya primera acepción fue nightcore, surgió de las ingeniosas mentes de dos estudiantes noruegos de secundaria en 2002. Su experimentación con la aceleración de las voces y el aumento del tempo dio origen a un género que encontró su hogar en YouTube y otras redes sociales como el mítico MySpace. Lo que en su día fue un movimiento underground se ha filtrado ahora en la obra de artistas de hyperpop mainstream, con eco en los ritmos de Charlie XCX y la difunta Sophie. La tendencia a acelerar las canciones no es un concepto totalmente nuevo en el mundo de la música. El hip-hop, sobre todo a principios de la década de 2000, fue testigo de la aparición del chipmunk soul, en el que artistas como Kanye West y DipSet sampleaban versiones aceleradas de éxitos de R&B. Este legado, unido al sonido jersey club ha sentado las bases para el auge contemporáneo de las remezclas aceleradas. La naturaleza cíclica de las tendencias musicales es evidente, ya que los elementos del pasado se entretejen en el tejido del presente.

A medida que la tendencia gana impulso, no se limita simplemente a los confines de un desafío en las redes sociales. Las versiones aceleradas de las canciones se están haciendo un hueco en los servicios de streaming, suscitando debates sobre su impacto en el flujo de ingresos de la industria musical. Un estudio de la empresa de tecnología de derechos digitales Pex calcula que más del 1% de todas las canciones de las plataformas de streaming son audio modificado, con lo que se desvían potencialmente millones de dólares de los titulares de los derechos originales. La difusa línea que separa los contenidos generados por los usuarios de las remezclas oficiales supone un reto para los modelos tradicionales de la industria.

Para los músicos, sobre todo los que se mueven en la escena independiente, plataformas como TikTok se han convertido a la vez en una bendición y un reto. El dilema radica en atender a los cada vez más reducidos periodos de atención sin comprometer la esencia del trabajo del artista. El encanto de la música acelerada va más allá de la mera novedad. Emmelyne Jack, estudiante de doctorado en Neurología de la Universidad de Melbourne, arroja luz sobre el impacto de la música acelerada en el cerebro. "La música, sobre todo la rápida, provoca mucha actividad en el cerebro", explica. La liberación de dopamina, a menudo asociada al placer, aumenta al escuchar música, lo que supone una recompensa neuroquímica. Sin embargo, las posibles consecuencias de la sobreestimulación, como una menor capacidad de atención, permanecen en un segundo plano.

La tendencia a escuchar canciones pop casi al doble de velocidad puede parecer absurda desde la distancia. Sin embargo, vista en el contexto de la avalancha sensorial de nuestra era, surge como la respuesta de la música a los cambios maximalistas de la cultura. En un mundo saturado de estímulos, la demanda de breves estallidos musicales de gran impacto pone de manifiesto un cambio hacia una cultura que anhela la intensidad auditiva por encima de la sutileza. Pero, ¿qué significa esto para los músicos, sobre todo para los pequeños artistas que dependen de las redes sociales para ser conocidos? La industria musical se enfrenta al reto de navegar por el vasto panorama de las remezclas generadas por los usuarios. Larry Mills, Vicepresidente Senior de Ventas de la empresa de tecnología de derechos digitales Pex, subraya la necesidad de un sistema mejor para rastrear estas remezclas y garantizar que los derechos lleguen a los bolsillos adecuados. Aunque las discográficas intentan mantener un delicado equilibrio al reprimir las remezclas no autorizadas en los servicios de streaming, también reconocen el valor promocional inherente a las remezclas de los fans.

Si analizamos las listas de reproducción de Spotify, la intriga se acentúa. Listas de reproducción como las mencionadas anteriormente pueden parecer populares con una estética DIY, pero al indagar un poquito, la historia cambia, pues estas listas de reproducción incluyen remezclas de artistas de Warner Music Group (WMG), lo que plantea interrogantes sobre posibles –o más que plausibles– colaboraciones entre Spotify y las grandes discográficas. La difusa línea que separa la viralidad orgánica de la influencia corporativa es cada vez más evidente y hace crecer inquietud por el hecho de que las plataformas controlen las interacciones entre artistas y oyentes. La preocupación va más allá de la libertad creativa y se centra en cómo plataformas como Spotify condicionan los medios de vida de los artistas al influir en la forma en que obtienen ingresos por su trabajo grabado.

La tendencia da un giro interesante cuando los propios artistas se suman a la ola del sped-up. ‘Kill Bill’ de SZA, publica su propia versión acelerada junto a la versión original. La sincera revelación de la artista sobre la propuesta de la discográfica de una versión acelerada plantea cuestiones sobre la dinámica entre artistas, discográficas y la viabilidad comercial de las versiones aceleradas; que ya se ha comprobado que funciona como un tiro. No obstante, a medida que los artistas participan en sus propias remezclas, la línea entre el contenido generado por los fans y los lanzamientos oficiales se difumina aún más. ¿Son estas tendencias auténticas evoluciones o simplemente iteraciones comercializables de sonidos ya existentes? El gran éxito de PinkPantheress ‘Boy’s a liar Pt. 2’, ejemplifica el potencial de exploración artística genuina dentro de los confines de la estética acelerada, ofreciendo un puente entre el salto de tendencias y la verdadera innovación artística.

En fin, ámalo u ódialo, pero el fenómeno encapsula el infinito dinamismo del flujo y reflujo de la música. Lo que todos sabemos ya que sucede también con la moda. Mientras artistas, sellos discográficos y plataformas lidian con sus ramificaciones, la revolución acelerada desafía las normas convencionales y nos invita a reflexionar sobre el delicado equilibrio entre la nostalgia, lo rompedor y la incesante marcha de la experimentación sonora.

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